martes, 24 de marzo de 2020

BUSCANDO CARACOLES

Hola de nuevo.
Una de las ventajas de este confinamiento inesperado es mi terraza. Concretemos. Es LA ventaja número 1.
En mi regalo del universo, que es así como veo ese glorioso espacio más que nunca, estos días estoy siendo testigo de varias cosas. A saber:
En doce días el arbolito japonés ha pasado de estar pelado a estar plagado de hojas y brotes verdes.
El cerezo cada día tiene más flores (cuando salen las cerezas vienen los pajaritos y se las comen).
El limonero está sacando más limoncitos.
El naranjo está a reventar de flores que huelen a azahar.
Están brotando las flores de las diferentes plantas de temporada y  también la menta (ya podemos autoabastecernos para hacer mojitos...aunque no sé si bajar a comprar Ron entra como movimiento indispensable...).
Hay una fauna extensa entre mariquitas, hormigas, mariposas y todo tipo de pájaros. Las tórtolas vienen a buscar ramitas para sus nidos (y a cagarse en mis cojines, cosa que le quita romanticismo al hecho anterior).
La de cosas que vemos cuando nos paramos a mirar de verdad.

El domingo era el cumpleaños de mi padre. Habría cumplido los 80. Cifra redonda donde las haya. Y me encontré una pequeño caracol entre los cojines de una silla de mi oasis particular.
Me lo puse en la mano para que se paseara un rato y lo observé...hacía viento y se le movían las antenas e incluso me imaginé su cara de caracol con una sonrisa mientras le rozaba la brisa (Lo sé...cara contenta en un caracol. Tengo mucha imaginación y son muchos días sin salir. Tuve un momento muy Heidy. De hecho, los tengo a menudo, no os voy a mentir, lo del confinamiento es una excusa barata).

La cuestión es que recordé cuando íbamos a la torre de "los titos", en Castellfollit del Boix, donde pasábamos las vacaciones de verano. ¿Te acuerdas hermana?
Voy a explicaros algo muy curioso. Para llegar hasta allí, había una carretera de curvas infernal. Imaginaos un Seat 850 rojo con una franja negra, con mis padres, mi hermana, mi abuela y yo dentro. Encima de nosotras tres, un colchón enrollado y la jaula del canario (Pichurri se llamaba). Cómo eran aquellas curvas, que el pájaro vomitaba unas bolitas amarillas. Juro que esto es cierto. Yo llegaba verde como una lechuga. Pensad que me mareo hasta cuando me siento en la mecedora que tiene mi madre en casa.

Recuerdo mucho aquellos veranos. Cuando hace calorcito y huelo a pino me teletransporto directamente allí. Cuando llovía, recuerdo nítidamente la imagen (O por lo menos ese es el recuerdo que tengo): Mi padre con la linterna, los titos, la yaya, mi madre, mi hermana y yo, con mi canguro rojo buscando caracoles. Era una sensación genial. El olor a tierra mojada, la noche fresca aunque fuera verano, las mariposas en la tripa por el miedo a la oscuridad (que sigo teniendo)...pero la aventura que eso suponía para mí era fantástica. Siempre fui curiosa y mi padre hubo un tiempo en que también lo fue. Me daba la mano y recogíamos caracoles. Me explicaba cosas, le gustaba enseñarnos.  Llenábamos bolsas, los ponían en redes durante días y luego la tita Carmen y la yaya Corpus los lavaban, los cocinaban y los adultos se los comían. Yo no. No me gustan. A lo mejor es porque no puedo comerme un caracol y menos si me imagino su cara sonriente cuando la brisa lo roza.

Abrazos apretados, caricias, sonrisas y besos a tod@s. Es de lo que más echo de menos...bueno, lo que más.

Turbo, de Disney


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